Viajo a Gijón por un evento de la empresa que estamos presentando a potenciales partners privados.
En el tren, por mucho que intento ignorarlo, me desconcentra el runrún de un ejecutivo sentado a unos metros de mí, que habla sin parar por su teléfono móvil. Pronto me entero de que trabaja para una gran empresa de distribución alimenticia y que se dirige a León a controlar una reciente apertura. En las tres horas que coincidimos en el tren le entran, sin exagerar en absoluto, unas diez llamadas y hace otras cuantas. Muchas veces para pedir la misma información o dar las mismas instrucciones a varias personas que, aparentemente, trabajan juntas.
Vuelvo la cabeza para comprobar si la imagen mental que me estoy haciendo de él coincide con su aspecto real. Traje gris, corbata con el nudo bien gordo, crispada arruga en el entrecejo.
La corbata es una prenda absurda y te invito a que quemes las que tengas en el armario porque:
– No sirve para abrigar ni para aportar comodidad a tu atuendo.
– No aporta funcionalidad alguna, simplemente es un pendón que cuelga de tu cuello.
– Ni siquiera contribuye a acentuar tu propia imagen personal, (no quiero sonar consumista, pero para eso sirve la moda, ¿no?) sino que te convierte en un clon de los demás ejecutivos del tren.
La corbata es un anacronismo del siglo XVII cuando la democracia no había llegado al vestir y el atuendo era por encima de todo, un signo de distinción de la aristocracia. La corbata era lo que la toga al letrado o el birrete al obispo. Se empleaba como un mero adorno para tapar los botones de la camisa.
Han pasado varios siglos y la corbata ha pasado de ser un signo de distinción, a un signo identificador de tu casta laboral. Como un uniforme Mao en la china socialista. O el mono azul, lo que los ingleses llaman "blue collar".
Como signo identificador de la casta laboral "ejecutivos", la corbata es además una metáfora que te recuerda, a ti y a quienes te ven con ella:
– Que probablemente trabajes con horarios rígidos e interminables. Sabes a la hora que tienes que entrar y probablemente incluso fichas, pero no sabes a la hora que sales porque salir tarde es una virtud a ensalzar, en lugar de (lo que debería ser), una solemne estupidez a evitar.
– Que debes trabajar equis horas, no hasta conseguir equis objetivos.
– Que probablemente sufras de estrés.
– Que todas las mañanas debes trasladarte junto con el resto de encorbatados a trabajar bajo el mismo techo de tus jefes para que estos ejerzan control sobre ti, incluso si en el fondo podrías trabajar perfectamente desde casa.
– Como consecuencia de lo anterior, si trabajas en una gran ciudad es más que probable que pierdas una o dos horas diarias en traslados. E.d., estás sacrificando irremediablemente horas de tu vida personal, que no recuperarás y que además nadie te remunera.
– Que sufres el politiqueo inevitable en organizaciones de tipo burocrático.
– Que sufres la ineficacia inevitable en organizaciones de tipo burocrático.
Circunstancias todas ellas que en principio ninguno querríamos ver asociadas con nuestro trabajo, y que sin embargo, todos reconocemos en mayor o menor medida. En mi caso define al 100% mi situación en varias multinacionales por las que he pasado.
Dedicamos al trabajo fácilmente un 60/70% de nuestra vida consciente. Son demasiadas horas como para renunciar a un mínimo estado de armonía (¿felicidad??) durante ese tiempo. Es más, considero imposible alcanzar un mínimo estado de armonía personal, en general, si no la tienes en tu trabajo. En un post reciente comentaba que en el siglo XXI ya no es necesario sentirse apegado a una línea de producción de sol a sol. Ya no vendemos nuestras horas/persona a un capitalista. En la mayor parte de nuestros casos, desarrollamos nuestras ideas, aplicamos nuestra creatividad para resolver problemas y nuestra habilidad interpersonal para gestionar situaciones. Si eres bueno haciendo estas cosas con una corbata al cuello, probablemente lo serías mucho más sin ella. Y no me refiero a la prenda en sí, sino a lo que la prenda implica.
Sin embargo no quemamos las corbatas por temor. Por miedo al vértigo del qué vendrá después. Y por el apego a las cosas que tenemos, que acaba siendo más fuerte que el aprecio por las cosas que sentimos.
En este trailer de la película "El club de la lucha", Edward Norton se hace esta reflexión que a veces muestro a mis alumnos de Marketing:
El resto de la reflexión te la dejo para ti, quizá estés contento con tus corbatas…
Saludos irreverentes.