Un anticipo:
"Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia no muy lejana.
Las transacciones comerciales entre las personas se hacían de igual a igual. El panadero vendía sus barras al herrero, el herrero los útiles de su forja al carnicero y éste su género al alfarero y así sucesivamente. La única fuente de información que existía sobre la oferta disponible era el boca a boca: las opiniones de cada cual sobre si éste o aquél producto era mejor que su competencia.
A finales del siglo XIX, la revolución industrial trae importantes desarrollos tecnológicos: la máquina de vapor y la ingeniería de procesos permiten el desarrollo de la producción en cadena. Los costes unitarios se abaratan gracias a la producción de tandas masivas. Prima la idea de encontrar grandes mercados para dar salida a esos productos.
Simultáneamente, comienzan a aflorar los grandes medios (periódicos, radio, televisión un poco más tarde) capaces de transportar mensajes publicitarios a audiencias cada vez más grandes. Son los albores de la publicidad masiva: una manera sencilla y barata de hacer llegar un mismo mensaje a miles de consumidores, al objeto de activar su interés y sus compras.
El boca a boca pasa a un segundo plano, y con él, el consumidor. Los clientes se convierten poco a poco en “audiencia”, su individualidad se diluye en un magma genérico e impersonal. Y durante décadas las audiencias permanecen hipnotizadas ante la omnipresencia del Gran Hermano (Big Brother)[1], ese conglomerado empresarial-publicitario-mediático que controla qué hay que producir y vender, qué debemos ver y oír, qué debemos desear y comprar…
Años y años después, muchas empresas siguen empeñadas en regirse por este modelo de producción masiva, mercados masivos, y publicidad masiva en medios masivos. Sin embargo hoy día, con los lineales saturados de productos clónicos, conseguir la atención de los consumidores es mucho más complicado que antaño. Y el viejo recurso de repetir cientos de veces el mismo anuncio ya no produce efecto alguno en ellos.
Simultáneamente una nueva revolución -la digital- disemina los contenidos y los puntos de contacto. Este nuevo consumidor es un ser conectado, informado y crítico, que gracias a su smartphone, su ordenador portátil, la televisión digital, el DVR, el iPad…, selecciona sólo aquello que quiere ver, dónde, cómo y cuándo lo quiere. No se limita a escuchar sino que opina en voz alta, e incluso interviene en el proceso productivo. Además el boca a boca, potenciado por las posibilidades que Internet ofrece, vuelve a contar como medio de divulgación para quien tiene algo que vender.
Los repetitivos monólogos de Big Brother están condenados a extinguirse. Para ser sustituidos por un diálogo interactivo entre las marcas –los nuevos entes llamados a ganarse la fidelidad de las personas para formar parte de sus vidas- y los clientes.
Esta es la historia de cómo la curiosidad y la libertad de elección de los clientes ha terminado por imponerse sobre el inmovilismo del monólogo publicitario.
La historia de cómo las marcas podrán ser capaces de establecer relaciones humanas y equilibradas con sus clientes.
La historia de la muerte de Big Brother."
[1] Big Brother es el nombre con el que George Orwell bautiza al poder totalitario del estado, que controla y aliena a sus habitantes en su obra 1984.