La publicidad puede que esté herida de muerte pero las marcas no.
«Las marcas se están comiendo a la publicidad». La frase no es mía, sino de un consultor de Branding con el que trabajé hace poco. Y no puedo estar más de acuerdo.
¿De dónde venimos?
De un statu quo decimonónico donde un tipo muy listo llamado James Watt perfeccionó la máquina de vapor y otro señor más listo todavía llamado Henry Ford se forró vendiendo Fords T fabricados con esa máquina. El mecanismo ideado por Ford para comunicar a su target que el coche existía era fantástico: anuncios masivos lanzados a audiencias masivas desde la atalaya de los medios masivos (primero los diarios y más tarde la radio; y después llegaría la TV). La tecnología era todavía un bien escaso. Y el capital también. La demanda excedía con mucho a la oferta disponible y los coches se vendían como rosquillas.
La cosa se mantuvo así durante más de 100 años. ¿Para qué iba a cambiar? Ni a los anunciantes ni a las agencias les interesaba que cambiase. Y el consumidor entendía que la publicidad era el peaje que tenía que pagar para consumir medios gratuitos, o al menos más baratos.
¿Dónde estamos hoy?
En un punto de inflexión como jamás ha experimentado la comunicación humana. La tecnología se ha convertido en un commodity, el capital está disponible si eres capaz de venderle a alguien tu proyecto y la publicidad se ha vuelto ubicua. Hasta el punto de llegar a irritarnos profundamente. Sin embargo, cada vez tenemos más medios a nuestro alcance para esquivarla cuando nos irrita.
El consumidor ha aprendido, se sabe más importante y se ha vuelto más cabroncete. La consecuencia es que su intención de compra no puede desarrollarse por la repetición de mensajes comerciales egocéntricos. Ese tipo de mensajes los puede lanzar cualquiera. No requieren imaginación, ni diferenciación, ni aportar un valor real. Sólo tener la cartera bien repleta de billetes.
Y sin embargo seguimos apostando por la publicidad que siempre hemos hecho. Porque es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer.
¿Hacia dónde vamos?
La intención de compra hoy día ya solo puede estimularse con la verdad más contundente. Un consumidor del año 2015 exige:
- Marcas que le aporten beneficios reales.
- Marcas que digan la verdad, que sean transparentes.
- …y que por lo tanto merezcan integrarse en nuestras vidas, convirtiéndose en una extensión de lo que somos. (Quizá pienses que esto es marquismo exacerbado, pero dime si no es verdad que te significas con esa marca de automóviles pero con esa no. Con esas zapatillas de correr pero con esas otras no. ¿Por qué lo haces si realmente a nivel técnico son iguales como dos gotas de agua?)
Soy optimista: creo que el mundo del consumo camina hacia un sistema sostenible donde quienes roban/engañan/oprimen/esquilman no tienen sitio.
Y no tienen sitio porque las redes sociales son el nuevo Big Brother que todo lo ve: si Kit Kat se carga el hábitat de los orangutantes, los consumidores nos enteramos. Si Adolfo Domínguez ensalza el despido libre, nos enteramos…
Las marcas no habitan en sus oficinas ni en sus pesados libros de estilo. Habitan en la mente de los consumidores, que las viven como les da la gana. Es más, las marcas son más de los consumidores que de los gestores: así debemos entenderlo.
Por eso levanto la vista mientras Carmen y Alejandra juegan en el parque y descubro ese graffitti de la marca Kellogg´s, pintado espontáneamente porque a un artista urbano le ha dado la gana. Porque considera que su valor iconográfico es perfecto para formar parte de su obra.
Porque quiere.
La publicidad tal cual la conocemos está herida de muerte y más pronto o más tarde habrá de pegar un giro para dejar de ser lo que es actualmente (un tormento) y convertirse en lo que debe ser (una comunicación útil).
Y, a diferencia de la publicidad, las marcas no están heridas de muerte. Forman parte de nuestras vidas y aparecen en ella con total naturalidad.