Hace unos días visité a un abogado especialista en patentes y marcas para consultarle el registro de una marca que estamos proponiendo para una empresa inmobiliaria.
El nombre nos funcionaba muy bien, tanto a nivel semántico (mucho más dinámico, humano y cercano de lo que se estila en la industria del ladrillo) como fonético. Pero la concesión parece complicada: el riesgo de empezar a invertir en una marca es demasiado alto cuando la Oficina Española de Patentes y Marcas puede denegarla más de un año después. ¿Qué haces entonces con tu inversión cuando no puedes utilizarla?
Cuando ya estoy haciendo ademán de levantarme para irme, con la mente puesta en desarrollar una alternativa, el abogado me espeta que por qué tanto rollo con el nombre. Por qué empeñarnos con ése si en el fondo cualquier nombre sirve. "¡Mira La Casera!, me dice, mira que es malo el nombre y sin embargo han invertido en él y se ha hecho famoso. Cualquier nombre es bueno, solo hay que invertir mucho en él y dejar que pase el tiempo."
Tres argumentos en contra de esta afirmación:
– Por qué "La Casera" es un nombre malo? ¿Porque es ñoño, como de andar por casa? Bueno, el tinto con casera no es que sea la bebida más pija… yo diría que el nombre le pega bastante. Lo adecuado o no de un nombre no lo marca el hecho de que mole/no mole por criterios subjetivos. Es adecuado si contribuye a construir un posicionamiento diferencial en la mente del consumidor.
– ¿Por qué analizamos el presente con el criterio del pasado? Marcas que nacieron en los 70, o antes no tenían que enfrentarse a la sobresaturación existente hoy día en el mercado. Entramos en un hiper: 60.000 referencias, cada año se lanzan 3.000 marcas nuevas… Diferenciarse o morir.
– ¿Por qué tomar a la ligera la primera decisión que afecta a una marca? ¿Cómo pedimos un polo en una tienda de moda?: "por favor desearía uno de esos polos con un cocodrilo verde en el pecho" o "quisiera un polo Lacoste".
¿Qué opináis?