2 de abril de 1993: Philip Morris, el gigante mundial de los cigarrillos y matriz de la marca Marlboro, hace pública su decisión de recortar un 20% el precio de sus cigarrillos para mantener su competitividad en el mercado.
Uno de los iconos más potentes del universo de marcas internacionales, realizaba por primera vez, a los ojos de sus clientes y sus inversores, un movimiento opuesto a su filosofía: desarrollar el valor de marca por medio de la publicidad para sostener un precio premium frente a la competencia.
Inmediatamente, las acciones de Philip Morris en Wall Street colapsaron. Por uno de esos efectos dominó (fundamentalmente impredecibles pero que esos sesudos analistas con gemelos y gomina intentan interpretar siempre), otras mega-marcas como Heinz, CocaCola, Quaker y Pepsi arrastraron también a sus fabricantes a una idéntica catarata de pérdidas.
Los de la gomina y los gemelos comenzaron a cuestionar entonces el valor de la imagen de marca. ¿Acaso la ecuación de "más inversión igual a mayor valor de marca igual a precios premium" ya no era válida?
Afortunadamente (al menos para los que pensamos que las marcas tienen una función que cumplir: otogarnos garantía y fiabilidad y facilitarnos la elección y las mejores soluciones a los mejores precios), la marca no murió ese día.
Muy al contrario, volvió a nacer.
Desde aquel día, algunos expertos en marketing comenzaron a replantearse la primera parte de la ecuación. El valor de marca no tiene por qué ser directamente proporcional a la inversión publicitaria. Grandes marcas consolidadas en los 90 como Zara o Aldi, consiguen construir una multitudinaria franquicia de clientes fieles sin invertir un céntimo en publicidad.
El valor que una marca aporta a un cliente (y que puede llegar a justificar un precio más alto), no es una función de la inversión que hacemos en ella sino de los beneficios (de carácter racional y emocional) que recibe el cliente. Hagamos o no hagamos publicidad. Valor que se puede ver reducido si no prestamos un servicio impecable o el cliente se arrepiente de la compra efectuada. De nuevo: hagamos o no hagamos publicidad.
La historia me pilló bastante cerca. En 1994, recién terminada mi carrera, me incorporé a Leo Burnett como responsable de cuentas de Marlboro. Viví una época nerviosa en la que los gestores de la marca -entre la gente más brillante con la que he tenido la suerte de trabajar-, procuraron cambiar el chip y trasladar una parte cada vez más importante de su inversión a los entonces llamados medios no convencionales, aquellos que podrían intensificar la relación del consumidor con la marca más allá de las capacidades de la publicidad tradicional:
– reforzamos la explotación del patrocinio de deportes del motor por parte de Marlboro (promociones y grandes eventos en Barcelona, Madrid y Jerez con ocasión de los grandes premios),
– desarrollamos con magníficos resultados el primer programa de fidelidad de tabaco realizado en España: marlboro Miles; a los pocos meses, el resto de marcas "tomaron la idea prestada",
– comenzamos a introducirnos poco a poco en el mundo de la música, primero en estilos mainstream como el pop, y poco a poco en movimientos urbanos como el dance o el hip hop,
Como resultado Marlboro reforzó su liderazgo convirtiéndose en la única marca Premium de tabaco, (¿os imagináis el mercado de la moda con sólo una marca de pret-a-porter?), claramente posicionada por encima de su competidores más directos como Winston, Lucky Strike, Fortuna o Camel.
Debo estar mayor, veo estos anuncios de Marlboro y me entra morriña.
Saludos morriñosos e irreverentes.